El trópico provoca en mí una atracción inexplicable. Desconozco su naturaleza, aunque algo tendrán que ver los personajes de Mutis, Quiroga o García Marquez que transitan por las selvas, ríos y manglares de mis lecturas. O, no sé,quizá sea simplemente la bizarría que se presenta ante mis ojos de barcelonés despistado cuando piso suelo caliente.
Siempre llego a Colombia con una mezcla de temor a lo desconocido ( podrán ustedes entenderlo) y una profunda curiosidad, no ya por lo que veo, sino por lo que intuyo más allá de mi mirada. Pero esta vez me disfracé de colombiano (metafóricamente hablando) porque no quería perderme nada de lo que sucedía a mi alrededor. Eso sí, con los ojos muy abiertos ya que te puedes caer en alguna alcantarilla sin tapa: las roban para venderlas al peso; en la posguerra se hacía lo mismo aquí en España.
Las altas palmeras, los imponentes samanes, las inalcanzables ceibas, me acompañan en mi traslado del aeropuerto a la ciudad mientras suena música barroca en mi cabeza. Pero de repente, la realidad te atropella antes de llegar a tu destino. Corelli se convierte en Wagner y tienes que pisar fuerte, decidido, si no quieres tropezar..
Cansado de alojarme en mostrencos y anodinos hoteles internacionales, decidí reservar habitación en un establecimiento que se anunciaba como" familiar, de larga tradición hotelera", llamado Residencias Stein, situado en un agradable barrio jalonado de frondosos árboles. Frente a la puerta del establecimiento no pude dejar de exclamar "¡coño! (o cáspita) ¿Pero ésto qué es? ¿Transilvania o el Valle del Cauca?". Frente a mí tenía un castillo-medieval-renacentista-barroco de los años treinta del siglo veinte, del que solo faltaba que bajara el conde drácula con su bolsa de plasma en la mano.No fue así; nos recibió su primo, un amable teutón de blanca tez. Aliviado observé que no sobresalían de su boca ensangrentados colmillos.
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